En México, la justicia sigue siendo un privilegio inaccesible para millones de personas. Y no porque la ley no reconozca sus derechos, sino porque quienes deben protegerlos muchas veces los ignoran bajo la excusa de un tecnicismo o una interpretación fría del derecho.
La Suprema Corte de Justicia de la Nación, que debería ser la guía ética y jurídica del país, ha optado por políticas y decisiones cada vez más alejadas de las necesidades del pueblo. Se ha convertido recientemente en un tribunal que se escuda en el procedimiento para no tomar postura frente al sufrimiento social.
Y quiero decirlo con la mayor claridad posible. La política del tecnicismo minó la legitimidad de la Suprema Corte. Porque a final de cuentas, al convertir el derecho en un mecanismo rígido, que analiza documentos y plazos, pero no contextos ni historias de vida, condenaron al Poder Judicial a ser irrelevante para quienes más lo necesitan.
Recientemente tuve la oportunidad de dialogar con trabajadores y trabajadoras de la extinta Ruta 100. Personas que entregaron décadas de su vida al servicio público y que, tras la disolución de la empresa, quedaron en un limbo jurídico. A muchos de ellos se les negó el derecho a una pensión digna por no cumplir con requisitos administrativos imposibles de acreditar, a pesar de que su antigüedad había sido reconocida mediante convenios firmados por las propias autoridades.
En uno de esos casos, como magistrada, y a pesar de la postura de otros jueces que privilegiaron los obstáculos procesales, analicé la evidencia que efectivamente permitía reconocer su derecho a la antigüedad y presenté una resolución que abrió el camino para que le fuera concedida la pensión.
Insisto, la Corte debe alejarse de la política del tecnicismo como excusa para no defender al pueblo. No podemos seguir avalando una justicia fría, ciega al contexto y distante para los más pobres. México requiere de una Corte que sea capaz de mirar más allá del expediente y hacer del derecho una herramienta real de transformación.
La actual administración de la corte la ha convertido en un partido político de oposición, privilegiando intereses de grupo, incluso personales, por encima de los derechos del pueblo. Invoca la separación de poderes como barrera para no intervenir ante desigualdades evidentes, defiende el precedente sin revisar su vigencia frente a nuevas realidades sociales y cita formalismos para justificar su inacción. Pero al final, esa no es justicia, es oposición política mal disfrazada de neutralidad.
Y aunque la presidencia de la Corte se empeñe tanto en institucionalizarlo, esa no es la función de nuestro máximo tribunal. Su deber es marcar el rumbo del cambio constitucional y traducir la letra de la ley en soluciones concretas para la vida cotidiana de las personas. La equidad, el sentido social y la responsabilidad institucional no pueden seguir siendo conceptos decorativos en los discursos judiciales. Deben ser el eje de cada sentencia.
A unos meses de una elección histórica, en la que por primera vez la ciudadanía decidirá quién integra el máximo tribunal del país, es momento de preguntarnos con seriedad: ¿queremos una Corte que se esconda detrás de sus expedientes o una que mire de frente la realidad del país?, ¿queremos ministras y ministros que teman tomar decisiones incómodas o personas juzgadoras que asuman su papel con ética, valentía y compromiso?
La respuesta, estoy segura, está en el pueblo. En quienes han vivido el abandono del Poder Judicial y no quieren seguir esperando. También en aquellas y aquellos que saben que la justicia no puede seguir siendo una esperanza inalcanzable y en quienes creemos que todavía es posible construir una Corte a la altura del pueblo al que debe servir.
Ana María Ibarra Olguín*
*Magistrada de Circuito; licenciada, maestra y doctora en derecho. Candidata a ministra de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
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